Sonríe, Sarita

por Bruno Goldstone

La primera persona que lo dijo fue Federico Ferrol, el dueño y personal completo de la “Ferrol Escuela de Farándula”. Esa tarde, la atmósfera en la clase de baile para niños era más claustrofóbica que nunca. Hacía tanto calor en el pequeño estudio en el cuarto piso que las estudiantes estaban bailando casi a ciegas por el sudor en los ojitos. Como el ventilador funcionaba sólo a medias, Ferrol abrió la única ventana, aunque sabía que los sonidos de la calle ahogarían la música tenue del casete viejo. Ferrol miró a trece chicas corriendo hasta la ventana, empujándose para sentir un susurro de la brisa, se encogió de hombros y dio la espalda a las chicas. Notó que una estudiante seguía bailando en el rincón. Era la nueva, la que había empezado esa mañana, enfrente del espejo. Su concentración era total, como si no sintiera el calor. De atrás, Ferrol vio el ritmo latiendo en su columna vertebral, la melodía corriendo por sus manos y pies. Nunca había visto a una estudiante con tanta elegancia. Pero cuando ella giró, la ilusión desapareció como un pedazo de hielo en una hoguera.

—Sonríe, Sarita. Estás pasándola bien.

En pocas clases, Ferrol aprendería a no pedirle a Sarita que sonriera. Sarita no podía.

En las siguientes semanas, Ferrol la miró con un asombro que pronto se convirtió en asco y luego en odio total. Ella aprendió todos los pasos inmediatamente y podía repetir un baile entero después de verlo sólo una vez. Era la perfección del cuello para abajo. Pero— Ferrol le dijo a su botella de whisky después de otra clase en la que Sarita no cometió ningún error—sería mejor que ella no tuviera cabeza, porque esa cara fría lo destruye todo, y por lo menos podría simpatizar con un cuerpo sin cabeza. Esta muchacha... ¡uf! ¿Cómo es posible bailar con tanto talento y no sonreír jamás?

Muchas veces Ferrol pensó en rechazar la plata de sus padres para nunca más tener que verla, pero, por supuesto, no lo hizo. Después de un año, cuando por fin no pudo soportar más esa cara vacía, la recomendó a la escuela de baile más famosa de la ciudad. La ayudó con su audición y le dio un sombrero atractivo (y grande) que cubría la mitad de su cara. No le explicó a Sarita que ese disfraz era esencial para su éxito.

Pero el sombrero no fue la única ayuda que ella recibió. De los tres jueces del panel de audición, una tenía migraña y no podía ver muy bien del ojo izquierdo. Otro estaba de muy mal humor porque esa mañana su mujer le había anunciado que ella tenía un amante rico y se iba a vivir a Tenerife. Antes de irse, ella había puesto su camisa favorita en la licuadora con una botella de leche y la encendió. Él se enfadó tanto pensando en esa camisa que no podía mirar a la cara de ninguna de las bailarinas. La tercera tenía una resaca enorme. Por eso, el equipo sólo notó los pasos perfectos de Sarita y el veredicto fue unánime: Sarita sería una maravilla.

Después de pocos días, toda la escuela se dio cuenta de que Sarita era de verdad una maravilla, pero de otro color. Los susurros crecían día a día. —¿Has visto a la chica fría?—¿La de la cara congelada?—¿Es una estudiante o una estatua? —Y, la frase más común de todas, —Sonríe, Sarita. Los profesores lo decían en las clases mientras ella repetía todas sus combinaciones sin errores. Las estudiantes lo decían en el vestuario. Los conserjes lo decían en los pasillos y el personal lo decía en la cafetería. Las paredes lo susurraban cuando ella pasaba. Los suelos de madera en los estudios de baile lo crujían cuando sentían sus zapatillas de ballet ejecutando movimientos livianos e ideales. Y los espejos, especialmente los espejos, lo gritaban silenciosamente cada vez que la veían.

Pero Sarita no podía.

A pesar de eso, recibió papeles en todas las presentaciones de la escuela. Aunque los coreógrafos reconocían sus límites, también sabían que enseñarle a Sarita sería más fácil que enseñarle a cualquier otra bailarina. Aunque el ballet final no tuviera tanta emoción, por lo menos los pasos serían correctos. En su último año, Sarita fue la prima donna en la última presentación: “La bella durmiente.”

Enzo Álvaro llegó tarde al estreno y por eso tuvo que sentarse en la última fila del teatro. Estaba allí para ver a su sobrina, una de las bailarinas del coro. Enzo sabía que su familia estaría demasiado ocupada para asistir y, de todas maneras, no creería que valiera la pena ir, ya que ella sólo era parte del coro. Pero en cuanto las luces se atenuaron y el ballet empezó, Enzo se olvidó de mirar a su sobrina. Casi olvidó suspirar. Solo pudo mirar a Sarita. Sintió una conexión rara. Era como si ella estuviera bailando dentro de su cuerpo. Cuando ella estiró un brazo, él pudo sentir el movimiento en su propio brazo. Cuando ella giró a la izquierda, él tuvo la sensación de que su cuello también estaba girando. Y cuando ella flexionó sus muslos, él se ruborizó por la fuerza e intimidad de la impresión.

En ese momento, Enzo se dio cuenta del sentido de su riqueza. Toda su vida había estado esperando una misión. Para su padre y sus hermanos, la misión fue ganar dinero. Para su madre fue ser el centro exacto de la sociedad. Para su hermana, la misión fue usar la mayor cantidad de drogas posible. Hasta ese día en esa butaca de la última fila, Enzo no había encontrado nada que le interesara mucho. Pero ahora tenía una razón para tener tanta plata. Cuando Enzo le pidió a su padre el dinero para realizar una producción profesional de “La bella durmiente” con Sarita, su padre se sintió aliviado porque al fin su hijo menor quería malgastar parte de su fortuna. Le dio a Enzo tres veces la suma que le había pedido.

Enzo empleó al coreógrafo de la escuela junto con los diseñadores de escenografía, vestuario, e iluminación. Alquiló un teatro prestigioso en el centro. Todo eso pasó y Enzo todavía no había conocido a Sarita. Estaba preocupado porque creía que conocerla destruiría la conexión, los sentimientos en su cuerpo cuando ella bailaba. Le dejó todas las decisiones al director y su equipo y miró los ensayos en secreto desde la última fila del teatro.

El equipo reconocía los límites del talento de Sarita, pero todavía no había encontrado los límites de la chequera de Enzo, y por eso, seguía sin darle explicaciones del problema al productor entusiasmado. Cada uno le decía la frase conocida a Sarita de vez en cuando, pero todos sabían que era inútil. Trataron de atenuar la situación. El coreógrafo inventó pasos que enfocaban la atención en las piernas y brazos. La diseñadora de luz creó niveles sutiles de iluminación que dejaban la cara en sombras. Y el afiche mostró a Sarita solamente como silueta.

La noche del último ensayo, Enzo la miraba desde atrás. Las sensaciones eran más fuertes que nunca. Él saltó cuando ella saltó, cuando ella flotaba, él flotaba. Pero cuando el príncipe da su beso a la bella durmiente, Enzo sintió que era él, y no el príncipe, quien estaba besando Sarita. Cuando el coreógrafo estaba enseñando el último saludo al reparto, Enzo decidió que tenía que encontrarse con Sarita. La esperó entre bastidores.

—Eres la perfección.— le dijo. —Espero que siempre tengas confianza en ti misma, porque todo lo que haces es la perfección total.

—¿No quieres pedirme algo?—dijo Sarita.

Y el quería decir que la amaba, pedirle que se casaran, pero la mirada de sus ojos fríos se lo impidió, y apenas contestó—Sólo que lo hagas de la misma manera mañana.

Las críticas en los periódicos no fueron tan generosas. Los escritores olían un escándalo: una familia rica y famosa, un hijo enamorado, una bailarina sin emoción. Los titulares lo dijeron todo: “La bella congelada,” “El cadáver que baila,” o, por supuesto, lo más obvio: “Sonríe, Sarita.”

La mañana siguiente, Enzo leyó esas críticas durante el desayuno. Su madre, que siempre creía en decirle la verdad, le dijo —Es una lástima que su cara sea un cero total, un vacío carente de todo. A nadie le gusta ver a una bailarina tan fría.

Poco después, María la cocinera entró.

—Enzo, querido, te agradezco tanto las entradas. A pesar de que estuvimos en la última fila del gallinero, nunca habíamos visto tanta perfección. ¡Qué belleza! ¡Qué elegancia! Nunca voy a olvidar lo que vivimos anoche.

Al principio Enzo creyó que las diferencias entre las opiniones de María y las de su madre se debían a sus distintas sensibilidades, pero entonces recordó algo del estreno. Después del ballet, casi toda la gente que se había sentado cerca de Enzo, en las últimas filas, aplaudió a Sarita de pie mientras que la gente en los palcos permaneció sentada en silencio, sin aplaudir. Los críticos, por supuesto, se habían ubicado en el los palcos.

Esa noche, Enzo se sentó en la primera fila. Solo necesitó unos segundos para entender la situación. Cuando Sarita empezó a bailar, Enzo sintió las sensaciones conocidas, pero cuando ella giró, sintió algo nuevo: vergüenza y enfado. Reconoció que Sarita tenía una cara tranquila y se avergonzó al pensar que otra gente había visto esa expresión tan íntima. También le molestó que todo el mundo hubiera interpretado esa cara como una carencia de emoción. Convocó a una reunión urgente del equipo de producción.

—Tenemos un problema y tenemos que encontrar una solución. El problema es la cara de Sarita.

Todo el equipo pensó que por fin su jefe había comprendido las limitaciones de su estrella y que finalmente había entrado en razón.

—A lo mejor podemos vender sólo las butacas de las últimas filas—dijo la coordinadora de publicidad. Enzo la despidió. —Quizás yo pueda hacer una máscara de gorila para ella. Sería mejor, ¿no?—dijo el diseñador de vestuario. Enzo lo despidió. —Tal vez debemos apagar las luces cuando ella esté en el escenario —dijo la diseñadora de iluminación. Enzo la despidió también. Claro, reconocer un problema no es lo mismo que verlo con humor. De hecho, Enzo estaba a punto de despedir a todo el equipo cuando el tercer asistente del coreógrafo dijo —En realidad es una cuestión de perspectiva. Desde mi taburete entre bastidores, la producción es una verdadera maravilla.

Y a Enzo se le ocurrió una idea. Inmediatamente, reempleó a todo el equipo y realizó un sólo cambio: el tercer asistente del coreógrafo fue nombrado director y el coreógrafo tenía que llevar café al elenco. La producción cerró un mes para hacer las modificaciones necesarias.

Una semana antes del estreno, un ejército pequeño de papeleros marchó de noche por la ciudad cubriendo las paredes con carteles. El título nuevo brillaba en letras plateadas: “La bella durmiente de espaldas.” Y en letras un poco más pequeñas: “La danza como nunca la has visto.” La imagen era otra vez una silueta de Sarita, pero esta vez, la silueta también era plateada.

Enzo invitó a los mismos críticos que fueron para disfrutar el segundo desastre. No podían dejar pasar la oportunidad de retorcer el cuchillo en la herida.

Cuando el telón subió, el público se sintió desconcertado. En la pared del fondo del escenario había un espejo enorme inclinado para que refleje el público. La inclinación era suficiente para asegurar que sólo el público y no los bailarines fuera visible. Todo el ballet era presentado como si el espejo fuera el público real. El elenco bailaba de espaldas.

Como siempre, Sarita bailó con una verdadera perfección de movimientos. Pero esta vez, el público no fue distraído por su cara y pudo concentrarse sólo en sus pasos. También, la experiencia de ver una obra “de espaldas” fue una novedad curiosa, por momentos graciosa y a veces seria. Incluso el último saludo fue dado al público reflejado. Cuando Sarita salió y saludó, el público gritó y pateó.

Las críticas al día siguiente probaron lo que Enzo ya sabía. La producción nueva era un éxito enorme. La cola frente al teatro se extendía hasta la esquina y atrajo mucha atención porque la directora de publicidad había tenido la idea de ofrecer un descuento a la gente que esperara de espaldas. Muchos periódicos publicaron fotos de esa cola de gente que estaba de pie frente a la boletería, pero miraba en la otra dirección.

Después de un año de presentaciones con entradas agotadas, “La bella durmiente de espaldas” recibió muchísimas nominaciones para el premio más importante del mundo de la danza. Enzo invitó a Sarita a la ceremonia y nadie se sorprendió cuando ganó el premio a la Bailarina del Año.

—Mereces más. Mereces todo. —dijo Enzo en el taxi a casa después de la ceremonia. Estaba otra vez a punto de confesar su amor cuando miró a los ojos fríos de Sarita y sintió la incomodidad conocida. Resuelto a continuar, Enzo cerró los ojos, tomó la mano de Sarita, y por fin empezó a decir lo que había intentado tantas veces antes. —Sarita, tengo que decirte algo. Es que—

—Ya sé.—dijo Sarita. —Me amas. Es obvio, Enzo. No necesitas decir más. Yo también. Te he amado desde la primera noche en que nos conocimos, cuando no me pediste que sonriera.

Enzo abrió los ojos y besó a su amor.

¿Cuántas veces había pensado Enzo qué pasaría cuando la llevara a la cama por primera vez? Todas las noches Enzo había imaginado el contacto íntimo del amor que por fin abriría la fuente de las emociones de Sarita. Había ensayado esa noche en su mente tantas veces que ya parecía un recuerdo. La única cosa que Enzo nunca había podido imaginar era su sonrisa. No tenía ninguna duda de que esta noche sonreiría Sarita, pero ¿cuándo? y ¿cómo? Enzo puso la mano sobre su espalda para abrazarla y se sintió como si estuviera a punto de liberar un pájaro de la jaula donde había vivido su vida entera. La sonrisa de Sarita sería el símbolo de su libertad.

Pero ese símbolo en la forma de una sonrisa nunca llegó. Con los ojos cerrados, las sensaciones del sexo fueron intensas y poderosas, la conexión fuerte y apasionada. Sin embargo, cuando Enzo la miraba, su cara nunca cambiaba. No mostraba alegría, no mostraba nada.

Enzo no pudo dormirse después. No quería admitir la sensación de decepción, pero tampoco quería molestar a Sarita. Estaba tendido en la oscuridad, otra vez intentando imaginar la sonrisa escondida. A las 3 o a las 4 fue al baño y se olvidó de apagar la luz. Cuando regresó a la cama, la luz tenue caía sobre la cara de su amor. Entre las sábanas y las sombras, la sonrisa se reveló. Sarita estaba soñando. Dormida, su cara mostró una explosión de emociones. La sonrisa se convirtió en un ceño fruncido y luego en una risita. Ella guiñó un ojo sin abrirlo. Éxtasis y tormento, deseo y satisfacción, desesperación y calma. Enzo se sintió como si estuviera mirando una película muda con una sola actriz y todos los temas posibles. La película terminó cuando ella despertó. Lo miraba sin sorpresa.

—¡Qué cara, mi amor! ¿Con qué estabas soñando?

—Sólo tengo un sueño—le explicó. —Todas las noches el mismo. Hace frío, muchísimo frío. El mundo está congelado y voy a morir de frío. La única forma de calentarme es bailar. Bailo y bailo. Hace cada vez más frío y necesito bailar más para sobrevivir.

Enzo la abrazó y ella se durmió en sus brazos, pero él no pudo dormir. Cuando el atardecer llegó, ya tenía su plan nuevo.

La noche siguiente hacía bastante frío, pero Enzo encendió el aire acondicionado. Muchas personas se quejaron de la temperatura y Enzo les aseguró que iba a arreglar el sistema pero no hizo nada. Se sentó en el taburete entre bastidores para mirar la cara de Sarita. La expresión no decía mucho, pero la vio. En el clímax del ballet, que era también el colmo del frío en el teatro, vio el susurro de una sonrisa en su boca. No más que un movimiento minúsculo, pero suficiente. Suficiente para empezar con su plan.

En los últimos tiempos, los padres de Enzo estaban menos tolerantes con sus caprichos porque ya había gastado bastante plata en la promoción de Sarita. A pesar de eso, las súplicas de Enzo fueron tan perseverantes que finalmente le dieron el dinero para callarlo.

Enzo bautizó al teatro como “La Gallinera,” un chiste privado pero no tanto. Más privado era el sistema secreto en las paredes. Este sistema de refrigeración era el más poderoso disponible, fabricado para usos industriales: permitía fijar la temperatura muchos grados por debajo de cero. Enzo no dijo nada a nadie sobre este sistema. Sólo explicó que quería construir un teatro nuevo que mereciera el talento de Sarita.

El primero—y único—ballet presentado en El Gallinero fue, por supuesto, otra versión de “La bella durmiente,” pero esta vez de frente, como la primera. El público compró todas las entradas de inmediato; el estreno era la noche del año. Todos estaban sorprendidos de que los recibieran con chaquetas de plumón junto con sus programas, pero cuando sintieron la temperatura, se las pusieron de inmediato. Entre bastidores, el elenco se quejó mucho por la temperatura. Enzo les aseguró que iba a arreglar el sistema, pero no hizo nada.

Cuando el telón subió y Sarita empezó a bailar, todo el mundo se olvidó del aire helado. Con tanto frío, Sarita necesitaba bailar con más perfección que nunca y, por tanto esfuerzo, se derritió. Por una noche, en un ballet, todo el mundo pudo ver la sonrisa de Sarita.

Muchos años después, cuando el teatro fue convertido en un frigorífico, el recuerdo de esa noche ya era una leyenda. El teatro abierto sólo para una presentación. El productor loco de amor. El público vestido en abrigos, sus alientos visibles y los dientes castañeteando. Y la bailarina perfecta que nunca más bailó. Los rumores de su ubicación persistían en versiones encontradas. Según algunas, era profesora de baile en una escuela pequeña en Tenerife. Según otras, todavía vivía y bailaba en la Antártida.

De lo que nadie se enteró, excepto Sarita y Enzo, fue de la conversación que tuvo lugar después del ballet esa noche, después de todo.

—No tengo que bailar más. —le dijo Sarita a Enzo en el taxi a casa. —Ya he bailado.

—Ya sé.

—¿Qué vamos a hacer?

—No sé.

Su cara estaba escondida en las sombras, pero con la luz de los faroles, Enzo vio claramente su sonrisa. Era una sonrisa tierna y generosa. Sarita sonrió como si se estuviera probando un vestido nuevo que le quedaba bien. Era una sonrisa sencilla y profunda. Más que nada, era una sonrisa optimista.

Sarita sonrió, pero Enzo no pudo.